LOS CONDENADOS 

 

PRIMERA PARTE 

 

Desconozco si fue el azar lo que me llevó a Charles Fort, de lo que no tengo dudas es de que fue él quien arrojó luz a través de sus pesquisas en tiempos y textos pretéritos a mi misterioso hallazgo, que ya tenía casi olvidado. 

 

Charles Hoy Fort 

 

Lo mejor es permitir que se presente a si mismo (1): Escribir que soy un hombre de edad indefinible, bajo, regordete, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, no conduce, en nuestro estado intermediario, absolutamente a nada. Decir que nací en Albany, estado de Nueva York, el 9 de agosto de 1874, que mis padres poseían una pequeña tienda de ultramarinos en la que trabajé durante varios años, que ejercí simultáneamente el periodismo y la taxidermia, y que lo abandoné todo para dedicarme a coleccionar hechos extraños arrojados del seno de la ciencia por unas mentes encallecidas, es reunir una serie de datos positivistas que pueden ser aplicados a cualquiera; ya que cualquier persona es continua con todos sus semejantes, y todos los datos correspondientes a un ser determinado son hechos a una historia común a toda la humanidad, puesto que en nuestra cuasi-existencia cualquier persona puede ser baja, regordeta, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, tener rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, cualquier persona puede haber nacido en Albayn en 1874 y descender de los propietarios de una tienda de ultramarinos. 

Descubrí a Charles Hoy Fort a través del libro El Retorno de los Brujos (2), concretamente en uno de sus capítulos: Las civilizaciones desaparecidas. Louis Pawels y Jaques Bergier nos hablan de un hombre metódico y analítico, que lucía una visera de color verde y que cada vez que su mujer encendía el horno para hacer la comida tenía que ir a la cocina para comprobar que no se incendiara la casa. De un hombre que solo salía a la calle para ir a la Biblioteca Municipal a consultar y revisar una copiosa amalgama de revistas y periódicos de todos los estados y de todas las épocas, coleccionando sucesos insólitos e inverosímiles pero objetivamente reales. 

Publicaciones periódicas como el American Almanach de 1833, el London Times de los años 1880-93, el Anual Record of Science, veinte años de Philosophical Magazine, los Annales de la Société Entomologique de France, la Monthly Weather Review, el Observatory, el Meteorological journal y otros medios que más adelante consultaría a través de la correspondencia con varias bibliotecas de otros muchos países del mundo. 

Hechos inauditos como una lluvia de ranas en Birmingham, el 30 de Junio de 1892. Huellas de un animal fabuloso en Devonshire. Seres alados a 8000 metros en el cielo de Palermo, el 30 de Noviembre de 1880. Platillos volantes. Inscripciones en meteoritos. Huellas de ventosas en algunos Montes. Lluvia roja en Blankenbergue, el 2 de noviembre de 1819. Lluvia de barro en Tasmania, el 14 de noviembre de 1902. Nieve negra. Lunas azules. Soles verdes. Un iceberg volante que cae en pedazos sobre Rouen, el 5 de Julio de 1853. Aullidos estremecedores se escuchan en el cielo de Nápoles el 22 de noviembre de 1821. Caen peces de las nubes sobre Singapur en 1861. Lluvia de hachas de piedra en Sumatra. Restos de gigantes en Escocia… 

En suma, miles y miles de notas, apiladas en cajas de cartón. Sucesos condenados y excluidos por el dogmatismo de una ciencia lineal incapaz de desoír sus prejuicios, de una ciencia positiva e inflexible de finales del siglo diecinueve. Miles y miles de notas a las que se refirió como «putillas, arrapiezos, jorobados bufones… y, sin embargo, su desfile por mi casa tendrá la impresionante solidez de las cosas que pasan, y pasan, y no cesan de pasar» (3) 

Fort apostaba por un conocimiento sin discontinuidades e integral, que tendiera a la unicidad. Por un saber salvaje, virgen y valiente que mirara de frente cuanto aconteciera en el mundo y fuera de él. Quiso ser un embajador de las verdades, fueran o no del gusto de la ciencia sin conciencia de aquella época en la que sus prejuicios adoptaban aromas inquisitoriales de otros tiempos. Aromas de desprecio hacia lo que no encajaba en sus razonamientos preestablecidos al eco de ofensivas risas. 

«En la topografía de la inteligencia – escribe Fort – se podría definir el conocimiento como una ignorancia envuelta en risas» (4) 

 

El libro de los condenados 

 

Charles Hoy Fort publicó su primer libro en Nueva York en 1819 bajo el título El libro de los condenados (5), en el que reunió de manera organizada todas sus notas, hallazgos y pesquisas dándoles forma y cierto contenido teórico y reflexivo. La publicación supuso un inesperado terremoto que sacudió los cenáculos intelectuales y culturales de la época. 

«Un rabo de toro para los flagelados por la crítica», dijo del libro John Winterich. «Una de las monstruosidades de la literatura», escribió Edmund Pearson. «Charles Fort es el apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo improbable» apostilló Martin Gardner, reconociendo, sin embargo, que «estos sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Russell». John W. Campwell también comentó al respecto que «hay en esta obra, al menos, los gérmenes de 6 ciencias nuevas». Maynard Shipley concluyó que «leer a Charles Fort es cabalgar en un cometa». Y por último, Théodor Dreiser afirmó que vio en Fort «la más grande figura literaria desde Edgar Poe» (6) 

El coleccionista de lo insólito publicó más obras. Tierras nuevas, en 1923. y Lo! en 1932. Charles Hoy Fort murió en 1932 poco antes de la publicación de su cuarta obra: Talentos salvajes. 

En 1931 Llegó a constituirse en Estados Unidos la «Sociedad de Amigos de Charles Fort» por un grupo de escritores americanos que decidieron proseguir su rebelde camino y custodiar su legado de miles y millones de notas acumuladas a lo largo del tiempo. La sociedad publicaba también la revista Doubt (La duda) en la que seguían publicando hechos «malditos». 

 

Mis condenados 

 

Respecto al hallazgo que mencioné al inicio del relato, todo comenzó el día que decidí plantar un árbol. Tengo algún que otro libro publicado, y un hijo casi adolescente que en ésta agonizante segunda década del año dos mil reparte su tiempo entre el mundo virtual de unos y ceros y el aparentemente real. Me faltaba plantar un árbol para completar la trilogía de las tres cosas que hay que hacer en la vida…

Los padres de mi mujer tienen una casa de campo alejada de la ciudad con un terreno no muy grande, pero con algo de espacio aún para aventurarse en nuevas plantaciones junto a los naranjos, limoneros y alguna que otra especie más que ahora mismo no recuerdo. Me decidí por plantar un cerezo. Siempre me ha gustado el icono de las dos cerezas unidas por sus respectivos rabos que confluyen por arriba. Dos entidades individuales que sin embargo mantienen una unión por encima de ellas mismas. Algo que me recuerda a dos anillos nupciales entrelazados que comparten un espacio común pero que conservan también su propia individualidad. 

Fue mientras cavaba el agujero cuando la azada golpeo ante mi sorpresa unas pequeñas cajas de madera, eran tres en total. Tres inesperados tesoros que dormitaban secretamente bajo tierra desde no se sabe cuando. Les quité la tierra y comprobé con estupor que se trataba de tres diminutos ataúdes. Por la ornamentación parecían muy antiguos, de otro tiempo. Tres pequeños ataúdes de unos siete centímetros cada uno. De madera claramente envejecida pero bien conservada. Al abrirlos, mi asombro estalló al comprobar que habían pequeños cuerpos en su interior, con vestimentas hechas a media, cuya silueta dibujaba contornos algo similares a una diminuta figura humana, parecían también de madera aunque no estaba del todo seguro. 

Pensé en dar parte de mi descubrimiento a las autoridades competentes en estas materias, las cuales tampoco tenía del todo claro quienes eran. Desconocía quien podría encargarse de estas cosas. ¿Serían restos arqueológicos? ¿Féretros de humanos minúsculos, de duendes, de Gnomos? ¿Juguetes de otro tiempo? Algo macabro para ser juguetes… Un torbellino de dudas y de incógnitas me asaltaron durante horas hasta que finalmente tomé una decisión. Una decisión que me brindó el corazón más que la cabeza. Algo en mi interior me decía que no revelara nada, que guardara de momento mi pequeño secreto. así que decidí que mi inesperado descubrimiento fuera un pequeño tesoro que custodiar por mi y por los míos. Un patrimonio recóndito y único, bañado de misterio, que puede que nos hiciera más especiales. Temí que me lo arrebataran de las manos si lo sacaba a la luz. 

Solo mis más allegados supieron de mi hallazgo en las semanas venideras, semanas en las que traté de buscar cualquier indicio de algo similar, con muy poca fortuna… 

 

SEGUNDA PARTE 

 

Como referí al inicio de mi relato, fueron L. Pauwels y J. Bergier quienes me condujeron a Fort. Fue unos años más tarde de mi hallazgo cuando supe de la existencia de El libro de los condenados. No me resultó nada complicado hacerme con un ejemplar, que apenas tardó unos días en llegar a mi domicilio. Lo quise leer por la temática del escrito en general, que me resultaba atractiva y sorprendente, aunque también, para qué negarlo, con la vaga esperanza de encontrarme en el libro con algún hallazgo o noticia similar a mis tres fúnebres tesoros. Con algún tipo de explicación o con algo de luz ante tanta enigmática oscuridad. 

 

Las cruces de las hadas 

 

No fue hasta el capítulo doce del libro (7), hasta cuando comenzaron a hilvanarse hechos esperanzadores. En él, Fort comienza documentando el nacimiento de un niño de color azul en Inglaterra y aceptando la existencia de hadas y gigantes. 

Nos relata el hallazgo de unas hachas muy pequeñas en los montes Alleghanis, al norte del condado de Patrick, en Virginia. ¿Pertenecientes tal vez a unos crueles seres minúsculos que practicaban la crucifixión? Nos cuenta que las cruces pesaban de entre catorce a veinticinco gramos. Cruces algunas romanas, otras de San Andrés y algunas otras de Malta, hechas de diferentes materias. 

 

Los silex pigmeos 

 

Fort nos relata también la célebre existencia de unos silex prehistóricos de dos a tres milímetros de longitud, encontrados en Inglaterra, la India, Francia y África del sur. Considera que fueron construidos por seres humanos diminutos por la “minuciosidad” de tal minúscula creación. Nos refiere que R. A. Galty, en Science Gossip afirma que, aludiendo a la laboriosidad empleada en su fabricación : “Es tan fino que para estudiar el trabajo de talla es necesario una lupa” (8) 

 

La silla de Arturo 

 

Prosiguiendo mi incursión en el capítulo doce del libro de Fort, asomaron a mi vista dos palabras mágicas, dos palabras que habían desfilado por mi mente durante mucho tiempo, dos palabras que me habían sumido en un laberinto imaginario de posibilidades del que me costó mi tiempo llegar a desprenderme. Dos palabras raramente asociadas: ataúdes enanos. 

Relataba Fort que en Julio de 1836, en una de las laderas de la colina conocida como Artur ́s seat, el asiento de Arturo, junto al centro de Edimburgo, en Escocia, unos niños que buscaban madrigueras de conejo encontraron, en una pequeña cueva, diecisiete ataúdes en miniatura, de cinco a seis centímetros de largo. Dentro de los ataúdes había unas minúsculas siluetas de madera. Primero hallaron una primera hilera de ocho ataúdes, muy desgastada por el paso de los años. Tras ésta encontraron una segunda hilera de otros ocho más, mejor conservada, y por último una tercera hilera de un solo ataúd, de aspecto mucho más reciente. 

Traté de indagar en el suceso descrito por Fort en medios más contemporáneos. El asiento de Arturo es un volcán inactivo ocupado desde los tiempos prehistóricos y que ha sido un enclave protegido por su gran valor geológico y botánico. Supe que los ataúdes fueron tallados con madera de pino y con adornos de hierro y estaño, al igual que los míos, y que las figurillas encontradas en el interior de los ataúdes, hechas de lo que parecía ser también madera, estaban vestidas a medida, con ropas hechas de algodón y con botas pintadas en negro, al igual también que las mías… Hecho que más adelante pude también corroborar al poder ver los ataúdes enanos de Edimburgo en fotografías de publicaciones especializadas. 

Ocho de los ataúdes se exhiben en la colección permanente del Museo Nacional de Escocia. Los nueve restantes parece ser que se extraviaron o rompieron. Están fechados entre 1780 y 1830 y se duda, como también lo dudaba Fort, de si fueron enterrados todos a la vez porque sufrían diferentes grados de deterioro. 

Varias son las hipótesis que se han barruntado respecto a los diminutos ataúdes de Edimburgo. – Los míos siguen siendo desconocidos hasta ahora-. 

Se ha especulado que son un tributo a las hadas, ya que la colina de Arthur ́s Seat, del Rey Arturo, se considera mágica, porque es el lugar donde se cree que estuvo Camelot. ¿Será la casa de campo familiar donde encontré mis tres tesoros otro lugar también especial? 

También se ha pensado que son el entierro de 17 marineros que murieron en el mar y no pudieron ser sepultados. Tal caso no explicaría mis tres ataúdes… 

Otra de las conjeturas tiene que ver con el robo de cuerpos en los cementerios para venderlos a las escuelas de medicina de la época, ante la escasez de cadáveres legalmente disponibles. En 1928, William Burke y William Hare, dos inmigrantes irlandeses, cometieron 17 asesinatos en Edimburgo con el fin de lucrarse con la venta de cadáveres. Los 17 ataúdes de Arthur ́s Seat puede que fueran un homenaje a tales 17 víctimas que no pudieron recibir una sepultura digna. Tampoco este hecho resuelve el enigma de mis tres ataúdes enanos… 

 

TERCERA PARTE 

 

Los Elveranos 

 

Charles Hoy Fort tenía su propia explicación al misterio de los ataúdes, extensible a los silex pigmeos, las cruces de las hadas y otros hechos similares: Elvera (9) 

Para Fort, Elvera era un mundo fuera del nuestro habitado por seres minúsculos, los elveranos. Un mundo perdido en algún rincón del universo, un mundo desde el que nos visitaban en incontables ocasiones, tal vez de caza, persiguiendo ratones o abejas. Diminutos visitantes que evitarían el contacto con los temidos gigantes que éramos y tal vez sigamos siendo para ellos. No solo humanos gigantes sino también miles de especies de amenazantes animales gigantes. Puede que hayan sobrevivido sus silex pero no así sus frágiles cuerpos, que podrían ser fulminados por un duro golpe de viento o engullidos por alguna bestia hambrienta, y la forma de darles digno descanso fuera mediante simbólicos rituales funerarios. 

Fort imaginó a Elvera con sus bosques apacibles y sus conchas microscópicas. A tal efecto especuló con que hubieran podido ocurrir catrástrofes en aquel diminuto mundo y algunos de sus fragmentos haber caído a la tierra. En la revista Popular Science de la época, Francis Bingham, refiriéndose a los corales, las esponjas y las conchas encontrados por el doctor Han en los meteoritos escribió que su «mas notable peculiaridad reside en su extrema pequeñez». «Representan -prosiguió- un verdadero mundo animal pigmeo» (10) 

¿Ataúdes elveranos enterrados en mi jardín desde no se sabe cuando? Me temo que nunca lo sabré. De lo que sí estoy seguro es de que mis tres tesoros reposan sin estridencias en un pequeño rincón de mi hogar, resguardados del ensordecedor bullicio contemporáneo. Y que con su presencia nos hacen especiales al habernos brindado la oportunidad de custodiarlos… 

¿Os gustaría verlos? 

 

 

(1) Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 7.
(2) Jaques Bergier, Lois Pauwels, (1971). El retorno de los brujos. Plaza & Janes S.A. Editores, Espluges de Llobregat, Barcelona. 

(3)Jaques Bergier, Lois Pauwels, (1971). El retorno de los brujos. Plaza & Janes S.A. Editores, Espluges de Llobregat, Barcelona, p. 146.
(4) Jaques Bergier, Lois Pauwels, (1971). El retorno de los brujos. Plaza & Janes S.A. Editores, Espluges de Llobregat, Barcelona, p.147. 

(5) Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 7.
(6) Jaques Bergier, Lois Pauwels, (1971). El retorno de los brujos. Plaza & Janes S.A. Editores, Espluges de Llobregat, Barcelona, p. 150. 

(7) Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 181. 

(8) Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 192. 

(9) Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 190-192. 

(10)Charles Fort, (2016). El libro de los condenados. Editorial MAXTOR, Valladolid, p. 192. 

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